miércoles, 12 de octubre de 2011

I
                                                                             
Regocíjate en la huella de mi espera
mientras mi desengaño se conjura
en la tormenta y en el odio.

Malditos queden tus actos así como tu nombre.
Porque yo te declaro muerta desde mi hastío
y te proclamo asesina del amor,
productora del odio y de la ira.                    

II                                

Hoy me siento huérfano de cielo,
falto del calor de mi madre y su regazo,
de su beso de ola y de su falda.
Pródigo de sus besos me revuelvo:
salto enloquecido por el viento
buscando una salida para mi alma.
Y encuentro la blancura de tu vientre,
la cima no alcanzada de tus pechos.

IV

No es ésta de aquí mi orilla, ni mi tesoro azul,
éste no es mi cielo, que está tan ausente.
Ése no es el sol que bronceara mis hombros.
No está aquí mi madre, piel clara y mentón alto.

Hoy me siento falto de raíces y de tierra,
muy sobrado de autopistas y billetes de tren.
Hoy todo se me niega en ti de efímero y fugaz.                   

 VII

Anoche Atlas murió un poco.
Se desprendieron algunas rocas de su cima,
y todo fue por aquel “vamos a dejarlo hasta agosto”
que le había dicho yo.
Aunque sabemos que en agosto morirá del todo,
porque amo más a mi tierra
que a toda su proporción
trocada en sangre palpitante por mis huesos.

 XI
                                              “He vencido al ángel del sueño, el funesto alegórico:
                                                              su gestión insistía, su denso paso llega”.
                                                              Pablo Neruda

Qué feliz alejamiento
de su tronco de ciprés desahuciado,
de su oración de icono y capilla,
de su piedra anacrónica y gastada.
Si ayer se diluyó mi penitencia en su penumbra decreciendo
mi afán –henchido a sombras–
y en mi vida de anciano arraigó la decadencia,
hoy, aunque me han vuelto las letras a la tinta como a la llama el caldero,
aún duelen las palabras de duras y tenaces.

Confieso que ahora me avergüenza haber trenzado la desidia
con la misma habilidad con la que araño con mis uñas
en la hoja,
me avergüenza haber negado cada letra
sin haberla pronunciado antes mi pluma
y me avergüenza haber ansiado hasta el acopio
el clandestino sinsabor de lo liviano.

En la estrechez del arrepentimiento y de la culpa
me corto los dedos con la pluma
y me engaño en mi deseo de salir, buscar y renovarme:
de encontrar mi juventud y la poesía.

 XII
                                                         "Más quiero contigo paz,
                                                         amor, que con otro guerra;
                                                         quien tantas veces me yerra
                                                         no quiero ser suyo más”.
                                                         Alonso de Montoro
  
Yo he sitiado tu cuerpo con adulaciones,
te he lanzado miradas ofensivas de reclamo
y he querido defenderte de los dientes,
de las manos y las uñas de los otros.

En mi angustia de clínica he besado tus zapatos,
he copiado cada mueca de tus labios
y he mandado hacer detalles del relieve de tus piernas.
Pero, además, he regalado tu oído con palabras malsonantes
para ti
o te he escrito poemas en las pastas de los libros,
te he estudiado y reestudiado en la marginación de mi pluma
hasta aprenderme de memoria cada sima, cada cota,
cada perfil sinuoso que te hace parecer interesante,
y he deshilachado las tardes intentando pintar tus reacciones,
los movimientos decididos de tus manos, las muecas de
sorpresa de tus párpados.

Sin embargo, en tu aislamiento de oasis
y en mi empeño de coleccionista
se ha producido tu revuelta,
y me has defenestrado con un gesto.

 XV
                                                         “Ella, naturalmente, fue,
                                                                            para mi amor hecho de armiño,
                                                                            Herodías y Salomé”.
                                                                            Rubén Darío
  
Sabes bien que no he podido ignorar
la densidad de tus labios ni el volumen de tu voz.

Así, si en mi labor sobrera permanecí inédito –distante–,
en mi rigor de enamorado indolente caí de bruces: de torpe,
ante tu hostil burladero.

Y si ahora sé que no me asustan mis semanas de silencio,
ni mis ausencias poéticas, ni mi sistema nervioso,
te confieso que sí me asusta el rechazo
–tu rechazo–
y que el pasado y el presente se me caen
–arruinados desde ti–
asesinados de noes,
aniquilados de adioses.

 XVIII

Tanta desolación tan sólo puede buscar víctima.
Y me ha encontrado –o yo mismo la forjé–
para escanciar su hiel verdosa en mi cáliz.                

XIX 
                                                         “Non podéis librar 
                                                          señor, aquesta vegada;
                                                          que superfluo es demandar
                                                          a quien no suele dar nada”.
                                                          Carvajales

Me pareces austera y alejada,
te ufanas de opaca y conceptual.
Haces frente a mi pluma y a mi verso
bosándote de ingenio y rebeldía.

Me obligas a crecer y a dilatarme
por no caer hundido a tu espalda,
intentas fracasarme entre tus lindes
la tierra que me afano en cultivar.

Sé qué quieres tan a gritos chillando:
que acabe ya mi pluma, mi cuaderno,
mi estresado minifundio de poemas.

Acepto, como el que quiere y no puede,
que me ayudes a ahuyentar mi calvario,
esta odiosa labor, ardua e inútil.

XXI
                                                     “Te busqué por la duda:
                                                     no te encontraba nunca.
                                                     Me fui a tu encuentro
                                                     por el dolor.
                                                     Tú no venías por allí”.
                                                     Pedro Salinas

Me buscan en las casas,
y yo estoy en el concepto.

Me buscan en los patios,
y yo sigo en el concepto.

Me buscan en los parques.

Y yo estoy en la letra, y en el verso,
y estoy en el hermoso ir y venir del ritmo al ritmo,
en el frasco sin cerrar de la palabra,
en la tierra siempre fértil del concepto.


XXIII
                                                    “Si fallan las fuerzas, la osadía
                                                                      será un honor”.
                                                                      Propercio

 Yo que he rechazado los más encarnizados envites de dolor
            y amor armados de querencia volcados
            en mi alma como dardos;
yo que envileciera el tacto y odiara la caricia, que me
establecí fronteras y hasta me impuse aranceles;
yo, que maduré a la negativa desmedida hacia la carne
            y al despótico cerrojo al corazón,
yo quiero desmentir sobre tu vientre las noches solitarias
de este año tan sufrido de abstinencia.

Y quiero augurarme besos, risas, manos como piel y piel
como alimento,
también sembrar mis ojos en tu tierra por saberte:
allanar tu intimidad sin violentarte ni arruinarte.

Como en homicidio consensuado de tu fingida inocencia
participarán tus pechos de las yemas de mis dedos,
derretirán mis labios la sólida pared de tus arterias
y expoliarán mis ojos la líquida nudez de tus secretos,
tu dúctil extensión de piel no arada.

XXV

Me asomo ciego de eclipse
a los umbrales de los bares o a las casas de socorro.
Allí ruego candiles e interrogo linternas.
Pero no prende la llama,
que dibuja en su sonrisa una burla de escarnio.

XXVI

A Ígor R. Iglesias 

Se me fue el vocabulario no sé cómo,
y no quisiera encontrarlo
caído de mi pluma a un suelo hojado de otoño,
olvidado allí del ritmo y el concepto,
rodando como un canto dislocado de su cima.

Y no quisiera caer, hincado de hinojos,
buscando aquellas letras que le faltan a mi libro
por los áticos allá,
en lo alto de los nidos, las antenas y los montes.

Pero sé, sé que aunque sea sólo un punto en el océano
mi verbo,
sean mis palabras sólo un átomo de letra en mi garganta,
sé que seguiré ahí, gustando la poesía,
pues es como una pluma que alimenta mis manos
y hundiéndose en la tierra la socava
gozándose minera de la lengua.

XXVII

Han pasado ya dos años y sólo estos poemas
desde que empecé este libro tan eterno como en vano.
A veces pienso que el viento, marzo y la lluvia
caducarán mis versos –mañana– con acuse de recibo.

Pero ay. Déjame volver mi sombra por sus pasos
a aquella melodía de trinos de cuando aún era un niño.

Y ya que debo de nuevo aprender a andar a solas
préstame tus ojos para que vea el camino
–quédate conmigo entre la noche y el alba–
y llévame otra vez de la mano a la creación,
y a la pluma y a la hoja:
al no sufrir mis poemas, al no parir mis palabras.

XXIX 

Hay la líquida mirada del alba
caída en el denso ocaso.

Hay la tierra y el agua:
el campo estéril, la fertilidad parada.

Y hay, también, ahuyentadas de muerte,
la letra huida y huida la palabra.


XXXII

                        VILLA ELOÍSA

Hoy echarás de menos los días de la luz en tus umbrales,
tu techo de cañizo sostenido por el austro azulado y el
poniente,
la cal despoblada y deslumbrante que hoy dialoga amarilla
con el polvo,
la alta lozandad de las ventanas que abrían
tu fachada al mar de entonces...

Hoy veo, Villa Eloísa, que el tiempo y el amor te han
hecho daño, que te han dejado postrada.

Te miro y confirmo tu ruina.
Es esa ruina la ruina de los rotos caserones:
la de escaleras roídas por los pasos, la de musgos hacinados
por el suelo... la de jardines decrépitos.

No imagino quién quisiera enlucir tu balaustrada,
quién supiera poner en tanta grieta la masa que tapara
tu ruina,
o quién pudiera dejar que te cayeras henchida por el paso
de los años,
doblada en tu vejez, fea, manida.

Pero me gusta recordarte como eras entonces
—la forma en que tus ojos encajaban la distancia,
el modo en que los bucles te caían hasta el cuello,
en qué forma tu voz me acostumbró a tus palabras—
y pintar una sonrisa juvenil en la luz anaranjada de tu ocaso.